SPANISH BOMBS
Spanish bombs shatter the hotels,
My senorita´s rose was nipped in the bud.
The Clash
11 de marzo de 2004
A las 7:38 a.m. la detonación en el tren 21713 arrasa la mano izquierda de Gabriel. Esa mano sujetaba la de Anastasia, cuyo pecho recibe de lleno el impacto de la metralla mientras escucha Spanish bombs en el discman que le ha regalado su chico. Él tiene veintiocho años antes de la explosión y una vida de más después; ella cumple hoy veintiséis y lo que queda de su corazón ya yace temblando entre las vías de la estación de Santa Eugenia.
Aunque Gabriel no lo recuerde, en ese momento ambos compartían los auriculares, porque la canción con la que Joe Strummer y su banda The Clash rinden homenaje a los combatientes por la libertad en la guerra civil española era su canción.
13 de marzo de 2004
Gabriel abre los ojos y contempla un techo aséptico sobre el que se reflejan las sombras alargadas de un atardecer desolador. Su vista no reconoce formas familiares antes de percatarse de que se encuentra en un hospital mientras el recuerdo fragmentado va abriéndose paso poco a poco en su cerebro.
Una enfermera entra, se sorprende, le sonríe, le pregunta algo a lo que no responde y se marcha rápidamente. Vuelve con otra mujer que parece una doctora. Le comenta algo sobre su mano que no logra entender muy bien y se queda de nuevo dormido sin saber que está llorando.
Durante los días siguientes un cuervo funesto visita las pesadillas de Gabriel para darle noticias de Anastasia y le grazna al final, con cierta vergüenza, lo que él ya presiente.
23 de marzo de 2004
A Gabriel le está diciendo la doctora que la tercera operación de reconstrucción de la mano ha salido bien. Al menos podrá tener cierta movilidad con los tres dedos que le han salvado, incluyendo el pulgar. El meñique y el anular volaron agarrados de la mano de su chica y no se han encontrado.
Ya sabe que ella ha muerto antes de que un psicólogo se lo dijera con mucha delicadeza, pero los calmantes y los analgésicos para controlar los tremendos dolores que sufre por las quemaduras y las amputaciones no permiten que interiorice la pérdida más allá del sufrimiento extremo por la ausencia de Anastasia.
El verdadero dolor empieza cuando llega a casa y ve sus vestidos, su portátil, su taza favorita, sus tacones, su bicicleta elíptica, sus libros y discos, su pequeña colección de bolsos.
Nunca abrirá los cajones donde Anastasia guardaba su ropa interior, sus productos y enseres de maquillaje e higiene íntima.
No le duelen las fotografías, sino que lo reconfortan, porque no es capaz de recordar la última imagen de ella con vida, la última mirada, la última palabra que se cruzaron. Las fotos sustituyen esos últimos recuerdos perdidos para siempre.
Gabriel se sienta en su lado de la cama. Nunca será capaz de hacerlo en el de Anastasia y se dará cuenta de que tiene que abandonar la casa que han compartido durante dos años, tras uno saliendo juntos.
Su mano izquierda ha tropezado con el frasco de la fragancia que ella usaba y el cristal ha estallado contra el suelo. El aroma ha impregnado su alma y ha hecho que su mente viaje a la primera vez que la vio en un bar de copas de la calle Huertas, casi de madrugada, tan delgada como un destello y tan frágil entre los restos del naufragio de una noche desenfrenada que él coronaba con varios vodkas de más.
—¿Eres rusa? —se lanza, animado.
—De Kiev —le sonríe ella con el pelo rubio resplandeciendo bajo los focos.
Kiev le suena a Gabriel a una ciudad rusa y abre las manos en un gesto de suficiencia.
—Pues de Rusia —se equivoca.
—Ucrania. —Le encanta cómo ella pronuncia la r mientras el riff de guitarra de Spanish bombs atruena en el garito y la policía entra a desalojar el local que debería estar cerrado hace dos horas.
Anastasia lleva un año en España y su castellano es muy fluido, incluyendo expresiones autóctonas que dejan a Gabriel postrado en un estado de absoluta admiración.
El primer beso les sabe a tequila.
5 de abril de 2004
Gabriel termina sus ejercicios de rehabilitación por hoy. Resultan muy dolorosos y los avances son lentos. Lo acosan la ira y la impotencia. El martirio del remordimiento.
Si no lo hubiera conocido, Anastasia estaría ahora viva. Con su gran facilidad para los idiomas y su dominio del castellano, con su brillante expediente académico de la Facultad de Economía de la Universidad Nacional Tarás Shevchenko ella se hubiera integrado en círculos más relacionados con su formación.
Pero tuvo que cruzarse con él en ese garito de Huertas. Tuvo que conquistarla. Tuvieron que irse a vivir juntos. Tuvieron que ser felices durante tres años. Tuvo que acompañarlo en aquel tren a una entrevista de trabajo que creía crucial.
Ella, tan inteligente, tan sensible, tan atenta; ella, que le enseñaba ucraniano susurrándole al oído; ella, por quien se sentía poseído; ella, a quien reventaron el cuerpo cogida de su mano.
20 de abril de 2004
Aterriza en el aeropuerto Borýspil de Kiev con las cenizas de Anastasia en su maleta. Kliment y Oxana esperan los restos de su hija sentados muy juntos, soportando uno el peso del otro para no derrumbarse en la terminal. Cuando ven a Gabriel, se levantan muy despacio y se acercan como ciegos a él, sujetándose uno a otro de la mano y con paso vacilante. Llegan a su lado y se agarran fuerte a sus brazos. El derecho aguanta la embestida y el izquierdo se resiente. Cuando se dan cuenta, lo sueltan con un respingo. No saben casi nada de castellano y ante su insistencia en abrir la maleta allí mismo, él se las apaña para arrastrarlos fuera del aeropuerto antes de entregarles la urna. No los veía en persona desde hace ocho meses y parecen haber envejecido diez años. Dos briznas temblorosas azotadas por el viento de la devastación.
Un día después las cenizas de Anastasia quedan depositadas en un nicho de la sección católica del cementerio de Báikove mientras Oxana se derrumba.
Gabriel nunca va a olvidar la mirada de Kliment cuando se despide de él a las puertas del hospital donde su mujer ha ingresado con un ataque de ansiedad. No es una mirada hostil, pero no puede evitar sentirse culpable, porque sabe que el padre no puede evitar hacerle responsable.
3649 kilómetros después, de vuelta en Madrid, no le queda ni un pedazo de alma limpio que tender al sol de la fe.
31 de diciembre de 2016
Cinco minutos antes de la medianoche Gabriel prepara las uvas. Por primera vez tras doce años va a recuperar la tradición que tanto le gustaba.
Como todas las nocheviejas ha llamado temprano a Kliment para desearles a él y a Oxana un feliz año. Esta vez le ha pedido que deposite doce uvas en la tumba de Anastasia junto con las doce rosas de siempre. Las uvas se las ha mandado en un paquete junto con otros alimentos y regalos porque no sabía si Kliment iba a ser capaz de encontrarlas en Kiev.
—¿En España encuentras pan? —le espeta Kliment al otro lado del teléfono en una lengua ucraniana que Gabriel descubre por primera vez cargada de ironía.
Además, procura transferirles regularmente la misma cantidad que su hija les enviaba, aumentándola en lo que puede cada año.
En el reloj de la Puerta del Sol empiezan las campanadas y Gabriel toma la primera uva.
Feliz año, mi amor.
A más de 3600 kilómetros de distancia la luna ilumina el ramo de rosas depositado ante la tumba de Anastasia mientras las ardillas bajan de los árboles para jugar con las uvas.
24 de febrero de 2022
El hombrecillo camina por el enorme palacio con el brazo derecho demasiado pegado a su costado y apenas sin oscilar. Es un reflejo que se le ha quedado de su entrenamiento como agente de la KGB para desenfundar el arma más rápido.
Sus facciones frías e inexpresivas acompasan con el traje de sastre que nunca le quedará bien. Se asoma a la Plaza Roja para contemplar sus dominios. Le complace comprobar que hay muy poca gente en la calle. Le tranquiliza observar el gris de los adoquines desnudos e incontaminados por las pisadas de los transeúntes.
Una mosca zumba sobre su pelo ralo y se posa en su frente. La espanta moviendo su cabeza achatada. Extrañado, ve cómo se vuelve a posar sobre él varias veces. Furioso por la extraña atracción que despierta en el insecto, lo atrapa y lo aplasta.
Ha tomado su decisión. Se aleja del ventanal y avanza hacia sus generales como un tanque abombando el aire en la mañana de acero.
Los nombres de los objetivos principales están claramente señalados en el mapa desplegado sobre la enorme mesa: Járkov, Jersón, Mariúpol, Odesa, Kiev.
El hombrecillo sabe que lo que está a punto de hacer supone la muerte de miles de personas y que lleva implícitas consecuencias geopolíticas que pueden abocar a la humanidad a la tercera guerra mundial.
Es consciente de ello, pero da la orden de la invasión.
5 de marzo de 2022
Es Oxana.
En la televisión Gabriel la ha visto gritando de dolor en una camilla. Una mancha roja enorme sobre su abdomen. Ha mirado a la cámara y ha pedido ayuda desesperadamente. La han metido en una ambulancia. Ha sido una grabación de apenas diez segundos, pero la ha reconocido.
Oxana lleva al cuello el colgante de Anastasia. Un colgante con una cruz de oro que ella le entregó a su hija cuando vino a España para que la protegiera y que Gabriel devolvió a los padres hace dieciocho años junto con las cenizas. Era una pequeña joya familiar que fulguraba en el cuello de su chica y que le entregaron al salir del hospital.
Llama al teléfono de Kliment. Sin respuesta. Otra vez. Muchas más. Nada.
Gabriel se asoma a la ventana y ve la pancarta con la bandera de Ucrania colgada en el balcón del ayuntamiento de la ciudad a la que se trasladó a vivir en 2005 para huir de los recuerdos que le torturaban en el piso que compartió con Anastasia.
Las lágrimas manan incontenibles mientras lee el texto impreso sobre la bandera:
ARGANDA DEL REY CON UCRANIA
María le pone una mano en el hombro.
—Tienes una hija —le susurra.
—Que se llama Anastasia. —Antes de terminar la frase sabe que ha hecho daño a su mujer.
Gabriel se gira despacio y mira con intensidad a María, que ya le ha perdonado.
Ella lo abraza con fuerza y se acurruca entre sus brazos.
—Tienes que ir a sacarlos de allí —dice antes de que se lo diga su marido.
11 de marzo de 2022
El pelotón de brigadistas internacionales atraviesa de madrugada la frontera entre Polonia y Ucrania por Medyka camino de Kiev.
Google Maps cifra en 8 horas y 38 minutos el tiempo que se tarda en recorrer en coche los 646 kilómetros que separan las dos ciudades, pero los voluntarios no saben que nunca llegarán a la capital cercada.
Les han tendido una celada cuando se acercaban a Irpín. Las ametralladoras y los explosivos han espantado a los pájaros y a la vida cuando el convoy circulaba por una carretera que atravesaba un bosque demasiado silencioso.
Los emboscados se acercan y rematan con los Kalashnikov a los pocos supervivientes.
Un soldado se acerca a uno de los cuerpos. Observa la flor mortal que se abre en el pecho sobre el que reposa una mano con tres dedos. Le ha atraído un sonido apagado que procede del caído. Se da cuenta de que se trata de la música que brota de los auriculares inalámbricos que el brigadista llevaba puestos. El joven soldado ruso coge el que ha quedado sobre el hombro del cadáver y escucha las guitarras enamoradas que se alzan ajenas a la matanza.
Como tanto tiempo antes en Santa Eugenia, The Clash tocan para Anastasia el día en que hubiera cumplido cuarenta y cuatro años.